Tras dos semanas de tensión provocada por la hospitalización de mi madre, decidí ir a uno de los lugares que más me relaja: la peluquería. Cada vez acorto más el tiempo que pasa entre corte y corte, por lo que, cuando voy, mi pelo no está demasiado largo, y eso parece que incita a los peluqueros/as a cortar más de lo debido. Y si a eso añadimos que cometí el error que no se puede cometer nunca en este tipo de establecimientos, que es el decirle a tu peluquera que lo corte como quiera, que te fías de ella, el resultado final es evidente.
Sin apenas tiempo para reaccionar, me vi en el espejo con los laterales y la nuca rapados al 1. Cuando fue a empezar a cortar por arriba tuve la tentación de decirle algo, pero para entonces ya me había dado cuenta de que sólo había dos opciones para rematar la faena: totalmente rapado o un corte mohicano. No acerté a pensar rápidamente cual me quedaría peor, así que la dejé hacer. Y se decidió por la opción b. Justificó el corte diciendo que así me estilizaba más la cara, mientras yo pensaba que para estilizarme hace falta algo más que un corte de pelo...
Por otro lado, de esta semana no pasa para que encargue el sofá, que será la piedra angular sobre la que gire la decoración de mi casa. Estos días no he podido pensar con lucidez. Pasado el susto (o al menos equilibrado) me pondré manos a la obra para ir dando forma a mi hogar. Si es que la avalancha de cumpleaños finalmarzianos no acaban con mi economía....
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